domingo, 27 de noviembre de 2011

Nuestro blanco banco

   [Tom y Clara 1]

   Hoy he venido de nuevo. Sí, a ese rincón donde tú un día de marzo decidiste venir a leer un poco de tu libro. Decías que aquel paisaje que se divisaba te inspiraba a nuevos versos de tu historia, a nuevos personajes y a seguir con la historia. Aquel día yo también decidí ir a inspirarme un poco a aquel blanco banco donde se podía observar las enormes casitas con su tejado terminado en punta, los bosquesitos que se podían ver a los lados del pequeño pueblo, y donde se podía divisar la fina línea del mar a lo lejos. Aquel olor a pan recién hecho inspiraba a cualquiera. Pero aquel día el destino también decidió ir a ese blanco banco, y a hacer de las suyas.
Recuerdo cuando torpemente casi me tropiezo con una de las raíces sueltas de la hierba, y de como tú te levantaste del banco a ayudarme, y sí, fue en ese momento, en ese instante.
Me tomaste de la mano y me ayudaste a recuperar suavemente el equilibrio. El temprano atardecer se reflejaba en tus ojos, que me miraban tiernamente complacidos de ayudar como un caballero.
Recuerdo que seguidamente me disculpé, y culpé a mi odiosa torpeza. Notaba el rubor que iba floreciendo en mis mejillas, y en tu sonrisa traviesa mirándolas.
Y nos sentamos en el blanco banco a lo alto de aquella colina. Él retomó la lectura de su libro, mientras yo me dedicaba a ver el paisaje, y bueno, sí, admito que de vez en cuando le miraba. Miraba como su atención se centraba en la historia, en como fruncía el ceño a pesar de haberse leído esa misma historia cientos de veces, escrita por él.
Entonces de repente te giraste hacia mí y me pillaste. ¡Qué torpeza la mía!. Y me miraste, mientras yo me hacia la loca, haciendo como que no me daba cuenta de lo que pasaba, disimulando. Y me preguntaste cómo conocía este lugar. Yo le respondí que un día cuando recolectaba setas en otoño. Él se limitó simplemente a sonreír y a explicarme con detalle lo mucho que le gustaba este lugar, y cómo lo había conocido, mientras mirabas al horizonte.
Nos habíamos dado cuenta, él me miró y yo le miré. Y me contó su historia. La historia de su vida, y esta vez, era yo la que se limitaba a sonreír. Era maravilloso, él era maravilloso.
Y la tarde fue pasando hasta que el atardecer acabó marchándose y el cielo se tornó oscuro. Se levantó, y yo seguidamente me levanté y me sacudí el vestido azul marino. Él se colocó bien el traje sobre su chaleco y recostó su gorra sobre su cabeza.
Y me tendiste la mano diciéndome: ''He pasado una tarde maravillosa, pero debo decir que me tengo que ir''. Simplemente y ahogando mis penas le tendí la mano igualmente: ''Un placer...'' y sin poder acabar la frase me contestaste ''Tom''. Y distes media vuelta y bajaste la cuesta.

   Sí, recuerdo aquella tarde, ¡cómo olvidarla!. Pero la que no olvidaré nunca fue aquel amanecer en el que no encontramos de nuevo. Pero eso fue otro día, otro momento, otro instante.
Fue un todo un placer Tom.

                                                                                    Con mucho amor de tu esposa, Clara.


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